Capítulo uno
Sur de Sudán, 2008
Ir era fácil.
Cuando iba, el gran recipiente de plástico contenía solamente aire. Alta para sus once años, Nya podía cambiar el asa de una mano a la otra, balancear el recipiente a un costado o sostenerlo con ambos brazos. Incluso podía arrastrarlo, golpeándolo contra el suelo y levantando una pequeña nube de polvo con cada paso.
Cuando iba, el recipiente era liviano. Hacía calor, el sol comenzaba a achicharrar el aire, aunque todavía faltaba mucho para el mediodía. Si no se detenía en el camino, le llevaría media mañana.
Calor. Tiempo. Espinas.
Sur de Sudán, 1985
Salva estaba sentado en el banco con las piernas cruzadas. Tenía la mirada hacia el frente, las manos juntas, la espalda bien recta. Prestaba atención al maestro con todo su cuerpo. Con todo... excepto con los ojos y el pensamiento.
Sus ojos no dejaban de mirar hacia la ventana, a través de la cual podía ver el camino. El camino a su casa. Solo faltaba un poquito más, unos pocos minutos más y estaría allí, caminando hacia su casa.
El maestro hablaba monótonamente sobre el idioma árabe. En casa, Salva hablaba el idioma de su tribu dinka, pero en la escuela aprendía árabe, el idioma oficial del gobierno sudanés, que estaba lejos, hacia el norte. Salva, con sus once años, era un buen alumno. Ya sabía la lección, y por eso dejaba que sus pensamientos pasearan por el camino antes que su cuerpo.
Salva sabía muy bien que era afortunado de poder asistir a la escuela. No podía asistir todo el año porque durante la sequía su familia se iba de la aldea, pero durante la temporada de lluvias, podía ir caminando a la escuela, que estaba solo a media hora de su casa.
El padre de Salva era un hombre exitoso. Era dueño de muchas cabezas de ganado y trabajaba como juez de la aldea, una posición respetada y honorable. Salva tenía tres hermanos y dos hermanas. Cuando los varones tenían unos diez años, eran enviados a la escuela. Los hermanos mayores de Salva, Ariik y Ring, habían ido a la escuela antes que él; el año pasado, le había llegado el turno a Salva. Sus dos hermanas, Akit y Agnath, no iban a la escuela. Como las otras niñas de la aldea, se quedaban en la casa y aprendían de la madre cómo ocuparse de los quehaceres.
La mayor parte del tiempo, Salva estaba contento porque podía ir a la escuela, pero a veces deseaba estar otra vez en casa, arreando el ganado.
Él y sus hermanos, junto con los hijos de las otras esposas de su padre, caminaban con los animales hasta los pozos de agua, donde había buenos pastos. Sus responsabilidades dependían de sus edades. Kuol, el hermano más pequeño de Salva, se ocupaba solamente de una vaca; al igual que habían hecho antes sus hermanos, cada año tendría a su cargo más vacas. Antes de comenzar la escuela, Salva había ayudado a cuidar a todo el ganado, y también a su hermano menor.
Los niños debían vigilar las vacas, pero las vacas, en realidad, no necesitaban demasiado cuidado. Eso les dejaba mucho tiempo para jugar.
Salva y los demás niños hacían vacas de barro. Cuantas más vacas hacías, más rico eras. Pero debían ser animales bonitos, saludables. Llevaba tiempo lograr que una masa de barro se convirtiera en una buena vaca. Los niños competían entre sí para ver quién hacía más y mejores vacas.
Otras veces, practicaban con sus arcos y flechas, cazando pequeños animales o pájaros. Todavía no eran muy buenos con eso, pero cada tanto tenían suerte.
Esos eran los mejores días. Cuando uno lograba matar una ardilla o un conejo, una gallina de Guinea o un urogallo, se suspendía ese juego infantil que carecía de un objetivo específico. De repente, había mucho trabajo por hacer.
Algunos juntaban madera para preparar el fuego. Otros ayudaban a limpiar y a preparar al animal. Luego lo asaban sobre el fuego.
Nada de esto se hacía sin provocar bullicio. Salva tenía su propia opinión sobre cómo preparar el fuego y cuánto tiempo se debe cocinar la carne; los otros, también.
“El fuego debe ser más grande”.
“No durará lo suficiente. Necesitamos más madera”.
“No. Ya es lo suficientemente grande”.
“Rápido, ¡gíralo antes de que se arruine!”.
El jugo de la carne goteaba y chisporroteaba. Un aroma delicioso llenaba el aire.
Al final, ya no podían esperar ni un segundo más. Solo alcanzaba para que cada niño comiera unos pocos bocados, pero ¡qué deliciosos eran esos bocados!
Salva tragó y volvió la mirada hacia su maestro. Deseaba no haber recordado esos momentos porque los recuerdos le provocaron hambre... Leche. Cuando llegara a casa, tomaría un bol de leche fresca, que mantendría su barriga llena hasta la cena.
Podía imaginar cada detalle de lo que ocurriría. Su madre suspendería su tarea de moler la comida e iría al otro lado de la casa, la que mira hacia el camino. Con la mano, se protegería los ojos del sol para lograr ver a Salva. Desde lejos, él vería su brillante pañoleta naranja, y la saludaría levantando el brazo. Cuando llegara a la casa, ella ya tendría listo su bol de leche.
¡BANG!
El ruido había llegado desde afuera. ¿Era un disparo? ¿O tan solo un automóvil que petardeaba?
El maestro dejó de hablar durante un momento. Todas las cabezas miraron hacia la ventana.
Nada. Silencio.
El maestro aclaró su garganta. Eso atrajo la atención de los niños hacia el frente de la clase. Continuó la lección desde donde la había dejado. Entonces...
¡BANG! ¡PAM–PAM–BANG!
¡PUM-PUM-PUM-PUM-PUM-PUM!
¡Disparos!
“Todos, ¡ABAJO!”, gritó el maestro.
...